miércoles, 27 de noviembre de 2013

Entre el rojo y el blanco.


De críos todos cometemos errores, es un lujo que nos da la vida. Las equivocaciones son el peaje que exige la experiencia y a un niño se le perdona todo, sólo se le pide que tome nota y aprenda.

Así, un buen día nos subimos, o nos suben más bien, a una bicicleta; y ahí te las apañes. Pedaleamos a trompicones, somos presa del pánico más horrible y gritamos buscando con la mirada una solución paterna que nunca llegará. Tan sólo a base de ser ajusticiados por la insoslayable e implacable ley de la gravedad logramos templar los nervios, domar nuestra montura y mantener el equilibrio con los ojos clavados en una meta más o menos cercana.

El paso de la niñez a la adolescencia - y de ahí a la madurez- viene marcado por la toma de decisiones, la asunción de ellas y la determinación para sopesar las consecuencias. Desde los albores de la humanidad, las diversas etapas vitales se han marcado a fuego en el calendario correspondiente; cruzar la línea y convertirse a ojos de los demás en un ser adulto, dejando atrás la vida de un niño sin responsabilidades, era un acontecimiento de primer orden que podía ser celebrado por infinidad de ritos habitualmente sujetos a mil y un desafíos a cada cual más duro y arriesgado.

En la sociedad actual el paso a la vida adulta no requiere ninguna prueba especial, no hay que demostrar nada. Con llegar vivo a los 18 años es suficiente, que visto con un poco de perspectiva también tiene su mérito y no está nada mal. La cosa es que se da por asumido que hemos sido capaces de aprender de toda la retahíla de errores cometidos y de cada una de las caídas sufridas por el camino. Estamos listos, supuestamente, para tomar de manera definitiva las riendas de nuestra vida, para ser responsables y montar, en vez de una bicicleta, un magnífico coche. Para todo ello, como decía Rocío Durcal, vale con haber dejado de sufrir la enfermedad de los diecisiete años.


He aquí que, a mis casi cuarenta años, he de confesar mi condición de peatón: ni tengo coche, ni carné de conducir. Supongo que ésta es una metáfora, tan buena como cualquier otra, para confirmar que no he tomado buena cuenta de los errores cometidos en todos estos años atrás, y no se me puede considerar un adulto pleno a ojos de la mayor parte de la sociedad. Sigo sin aprender de las cicatrices ganadas a pulso y, como con la bicicleta, me sigo cayendo y golpeando contra el muro que ha levantado la vida a mi alrededor. 


Hace unos días acabé de leer un libro llamado "De qué hablo cuando hablo de correr". En él, su autor Haruki Murakami cuenta, entre otras muchas cosas, como dejó su exitoso negocio de jazz para dedicarse a escribir novelas. Según su opinión, el común del colectivo literario suele ser muy difuso a la hora de describir el cuándo y el cómo se toma una decisión así. La mayoría de argumentos suelen envolverse con referencias a lo genético o a lo místico, algo que un día se manifiesta sin saber el porqué, en una suerte de destino personal carente de explicación razonable. Con Haruki sucede al contrario, recuerda perfectamente cuándo y cómo tomó esa importante, y para muchos errónea, decisión. Es más, es capaz de señalar fecha y la hora exacta, afirmando que estaba viendo un partido de fútbol americano, tumbado en la hierba, bajo un día soleado. Fue entonces cuando eligió. El tema es que, como el señor Murakami, yo también soy consciente de mi elección en un tema que suele ser vendido como una pasión totalmente irracional.




Haruki, entrañable, pero con una pedrada considerable.

Pese a ser incapaz de citar hora y fecha, yo también recuerdo perfectamente el día de autos. Cogí el periódico y me dije que había que elegir un equipo al que animar en el único deporte que parecía existir en el patio de mi colegio, y en el que, por cierto, era, soy y seré un maravilloso paquete. Mi padre, mis tíos, mis amigos, mis vecinos, todo el mundo parecía tener uno. Creo que no debía tener ni ocho años cuando decidí seguir al Sporting de Gijón porque era la única opción asturiana en primera durante los primeros años de mi niñez. Por eso digo que soy del Sporting de nacimiento pese a que fuese una elección consciente, o todo lo consciente que puede ser un niño de esa edad, pero la cosa es que elegí. 


Seguramente hay mil modos mucho más poéticos para explicar la pasión por unos colores en una camiseta de manga corta los domingos por la tarde. Para muchos es algo aparentemente espiritual o innato pero, como le sucede a Haruki con la pasión literaria, mi caso es mucho más prosaico y mundano ya que yo también soy un ejemplo del libre albedrío.



Ahora llevo casi seis años viviendo en Madrid, una ciudad dispuesta a dejarse querer y enamorarte sin preocuparse por tu cuna y, desde que puse un pie en ella, supe que el Aleti era mi única opción dentro de la capital que ahoga la M-30. Por eso digo que soy del Aleti por adopción, pero también lo soy por Mauro Rivera.

Mi tío Mauro nació en Zamora, en alguno de aquellos fríos años de la posguerra; sin embargo, se tuvo que ir a vivir a Piedras Blancas, cerca de Avilés, para ganarse el pan currando en una de esas fábricas del desarrollismo franquista.

Hombre de verbo barroco, tez eternamente enrrojecida y gafas de amplio escaparate, siempre adorna su sonrisa medio socarrona con un tono muy peculiar al hablar. Tal vez por ello, en algún momento de su vida, se hizo sindicalista de Comisiones Obreras. A mi tío siempre le recuerdo o hablando de política, o del Aleti.

Sin temor a confundirme, puedo afirmar que fue la primera persona de mi familia que se declaraba fiel seguidor del equipo del sur de la capital de España. El resto -mi padre el primero- eran y son madridistas irredentos pese a un esportinguismo latente en muchos casos. Desde entonces, siempre miré a aquel equipo con una curiosidad infantil que se convertiría en pasión adulta, tal y como ya os he confesado.

Han pasado muchos años y creo que aún no te he dado las gracias, Mauro. Lo hago, hoy, desde aquí. Es una pena que ya no bebas, te invitaría a un vino de esos que tanto te gustaban, así que haré el esfuerzo y me beberé yo el tuyo y el mío. Brindaré porque esta vida puede que sea un cúmulo de desgracias, sinsabores y saltos mortales sin sentido, pero a todos nos gusta estar vivos y gritarlo a los cuatro vientos.


Es muy fácil, demasiado, buscar refugio en la casa donde acostumbran a celebrar victorias y éxitos millonarios. Sin embargo, precisamente para mí, para nosotros, no es nada sencillo sentir simpatía por ese blanco impoluto que forra la caja de los logros. Yo no quiero a mi equipo porque haya logrado más que nadie, porque gane más que nadie. Yo le quiero porque me veo en él; le elijo porque encarna mi devenir pleno de caídas de la bicicleta; de "casis"; de errores; de "balones al palo"; de ir remando contra corriente y de ocasiones perdidas. Porque lo que merece la pena, ni es fácil, ni habitual. Pero, no obstante, de vez en cuando, ese mismo devenir inesperadamente se engalana con el carmín del beso de la guapa de la película. Victoria.

Soy del Aleti porque la fe rojiblanca es un puente que se cae mil veces, pero que se levanta mil y una, entre el éxito y el fracaso. Elegí al Aleti, por el camino, no por la meta.

Yo he elegido querer como la vida misma: entre el rojo y el blanco.




2 comentarios:

  1. Sí, pero no te hiciste del Rayo o del Puerta Bonita, no... bien sabías que te hacías de un equipo grande, por mucho que nos queráis vender la estética del perdedor... si tanto querías huir de la casa que celebra victorias y éxitos millonarios, tenías otras opciones, no el tercer equipo con más seguidores de toda España...

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  2. Que yo sepa el rayo está fuera de la M-30....

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