domingo, 2 de junio de 2013

La propina

Apenas hay nadie por la calle.

Las pocas sombras que me cruzo desfilan cabizbajas como condenados a la horca, al trabajo en este caso. Hace frío y el cielo de Madrid luce un azul triste, como son los azules de un invierno castellano. Esquivo los charcos y las cacas de perros con amos del género imbécil. Doblo la esquina y, por primera vez desde que salgo del metro, dejo de mirar al suelo. No sé por qué, supongo que algo me llama la atención en mi ruta diaria. Una de las ventanas que siempre me reciben con la persiana baja está hoy abierta y me deja ver unas macetas con flores muy bien cuidadas. Son píldoras para alegrar el ánimo.

En tan sólo medio paso, de entre la penumbra de la habitación, surge una figura que apenas logro vislumbrar. Se acerca a la poca luz que entra por el cristal. Es un torso femenino oculto tras una camisa blanca de tirantes estrechos. Unos brazos frágiles, como las primeras pinceladas sobre un lienzo, vuelcan suavemente un vaso. Sobre las flores cae un hilo de agua. Descubro que la camisa, además de blanca, es corta. Sus costuras van a morir a los pies de unas caderas perfectamente esculpidas entre la oscuridad del cuarto. Están coronadas por los encajes de una ropa interior también de blanco impoluto, como los muslos que se asoman.

La ventana cambia a ladrillo. Continúo mi paseo sin ser consciente aún de lo que acabo de ver. Avanzados unos pocos metros más, una sonrisa aparece en mi rostro. El azul cielo de Madrid ya no es triste, me mira cómplice. Tal vez hoy ya es primavera y, como decía el relato, lo mejor de la vida es la propina.



Gracias a la chica de Irún.

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